En el cañón del río Apurímac, en la región peruana del Cusco, una obra de seis siglos está a punto de renacer. Como todos los años, a 28 metros de altura, hombres de piel bronceada renuevan por completo el último puente colgante inca.
Treinta metros de largo y poco más de un metro de ancho, el puente Q’eswachaka está hecho de una hierba nativa de los Andes que, una vez seca y golpeada para suavizarla, se trenza.
Cada año, en junio, las comunidades nativas de la región de Cusco, capital del Imperio Inca, participan en la renovación de la obra, catalogada como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad desde 2013. Ahora que la pandemia ha terminado, los indígenas están tratando de recuperar el interés de los visitantes por una de las más destacadas tradiciones de la región conocida en todo el mundo por su ciudadela de Machu Picchu.
Con hoces, mujeres con faldas multicolores cortan los campos en la q’oya, la hierba seca necesaria para hacer el trabajo. Sentados al borde de un camino polvoriento, lo tejen. En pocas horas, forman gruesas cuerdas que los hombres llevarán sobre sus hombros. Los dioses “nos castigan si no restauramos (el puente). Algo nos pasaría”, dice Emperatriz Arizapana, una mujer de 54 años de la comunidad de Huinchiri. Esto lo hacemos “de generación en generación (…) desde los preincas”, subraya Alex Huilca, ingeniero civil de 30 años, quien dirige las obras.
Bajo el sol abrasador de los Andes peruanos, Cayetano Ccanahuari, un chamán de una comunidad indígena, sacrifica un cordero como ofrenda a los dioses de la tierra y la montaña. Esto es para que «no ocurra ningún accidente durante la reparación» del puente, explica.
La antigua obra se reemplaza por completo. Los hombres comienzan pasando de un extremo al otro las cuerdas más gruesas que servirán de base al nuevo puente. Luego se desmantela la antigua estructura. Ella cae al río y se la lleva la corriente. El proceso de reforma finaliza con la instalación de los dos grandes cabos que sirven de pasamanos y los miles de otros, más finos, atados entre ellos y la cubierta para crear una barandilla.
Durante tres días, de un extremo a otro de la obra, hombres con la cabeza cubierta con los típicos gorros peruanos anudan las cuerdas, las tensan y las estiran con la fuerza de sus brazos. Algunos mastican hojas de coca, una práctica milenaria en los Andes para combatir la fatiga. Visiblemente insensibles al vértigo, siete nativos apenas se tambalean mientras atan las últimas cuerdas con sus propias manos. “Construimos este puente en tres días. Es una gran demostración (de ingeniería). Este puente es muy sólido”, asegura Alex Huilca.
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Aunque imprescindible para la restauración del puente, las mujeres quedan excluidas de la ejecución final de la obra. Según la creencia indígena, las sirenas del río que acompañan cada año el proceso de renovación están celosas. “Este puente es de las sirenas”, dice Gregorio Huayhua, responsable de asegurar la estructura en cada extremo con un sistema de piedras. Cuando los equipos a ambos lados del puente se encuentran, suena el grito «Haylly Q’eswachaka», que anuncia el renacimiento del puente milenario.