Este artículo proviene de la “Revista Figaro”.
Durante mucho tiempo, la omnisciencia fue sólo un predicado divino. Esta vez ya no existe. “Soy, si me atrevo a decir, el ministro del planeta”, declaró recientemente Christophe Béchu. “¡Si me atrevo a decirlo”! En efecto, era necesario atreverse.
Nada es demasiado grande para los semidioses que nos gobiernan. Sólo se mueven con conocimiento absoluto. En la comprensión de lo global a lo que todo lo local debe subordinarse o desaparecer. De ahí la compasión que se les debe. Porque grande es el sufrimiento de estas inteligencias celestiales frente al oscurantismo de los terrícolas encadenados a sus particularidades, diferencias e identidades. Grande es el cansancio de estos portadores de luz probados por mendigos perdidos en sus oscuras finitudes.
Se objetará que la ambición expresada por el Ministro es menor. Que nunca pretendió guiar a la humanidad hacia la luz ni ser “el espíritu del mundo a caballo” (Hegel hablando de Napoleón). Que se limitó a hablar de un “planeta”. Lo mismo ocurre con un “cuerpo celeste no luminoso que gira alrededor de un sol”. Pero, si este es el caso, ¿qué sentido tiene tanta arrogancia al servicio de casi nada?
Porque lo que da a la Tierra su significado único y lo que la convierte en su verdad es que es ante todo el hogar del hombre. Y de paso, un planeta como Marte o Mercurio. Por tanto, la precedencia es esencial. Como bien dice Olivier Rey: “No plantamos a los muertos, los enterramos”. Por tanto, no es el planeta el que debe salvarse, sino el hombre que lo habita y que hace de él su tierra. Entonces dejará de devastarla. Sólo entonces.