Marie-Estelle Dupont, psicóloga clínica y psicoterapeuta, ha publicado Liberándose de su yo tóxico (Larousse, 2017) y L’Anti-mère: una psicóloga cuenta cómo sobrevivió a una madre abusiva (Albin Michel, 2022)
Thibault, de 10 años, se ahorcó después de dos años de acoso escolar. Lindsay, de 13 años, se suicidó el 12 de mayo después de haber sido acosada. Al presentar cuatro denuncias contra la Academia de Lille y Facebook, en particular, la familia de la víctima cree que las autoridades competentes y las redes sociales han fallado en sus responsabilidades. ¿Hemos «fracasado colectivamente», como afirma Pap Ndiaye?
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Necesitamos palabras para salir del asombro repetido ante estos actos de barbarie que empujan a los menores al suicidio, para pensar en este fenómeno, porque hay una negación de la realidad. Sin embargo, mientras la destructividad no se elabore y canalice, se multiplica. No lo llamaría un fracaso, porque eso implicaría que hubo una acción planteada. Este no es el caso. Sus padres removieron cielo y tierra. Nadie intervino. A la madre de Thibault le dijeron que estaba demasiado «melancólica» con su hijo.
Probablemente nos gustaría decirnos a nosotros mismos que fallamos. La realidad es que no lo intentamos, que fuimos cobardes, inhumanos, abyectos, indiferentes, indignos, deshumanizados. Y así, cómplices. Nuestra sociedad ha renunciado a proteger a nuestros niños. Olvidó que los adultos tienen una responsabilidad con los menores en la comunidad, tanto para evitar que se conviertan en perpetradores como en víctimas. Existe una inversión de valores en nuestra sociedad contemporánea donde los menores son objeto de negligencia e incluso de no asistencia a quien se encuentra en peligro. Ya sea la crisis del personal de primera infancia, la falta de capacitación, el deterioro de los estándares educativos, la debilidad de la justicia en relación con la violencia o el abuso sexual, el acoso o el peso que pesaba sobre sus hombros durante la crisis sanitaria a una edad en la que su desarrollo no les permitía ser equipados frente a las restricciones, restricciones que hicieron que algunos de ellos, ya en una línea de cresta, leones enjaulados. ¿Qué dice sobre nosotros, sobre nuestra relación con la transmisión, con la vida, con los más vulnerables?
Una sociedad que no protege a sus niños es una sociedad enferma, es una sociedad donde los propios adultos son demasiado inmaduros para asumir sus responsabilidades como deben. Las necesidades de los niños son nuestros deberes. La cobardía colectiva ha acabado con toda su familia como la de tantas víctimas mudas porque la posibilidad de lo peor surge cuando una sociedad no protege a sus hijos. Funcionarios que vigilan la cantera, el linchamiento diario de adolescentes aterrorizados, de brazos cruzados, sin la menor empatía, señalando a las pantallas como responsables. Pero, ¿quiénes somos? Cuando una sociedad olvida que las necesidades de los niños son los deberes de los adultos, ya no tiene salvaguarda contra la barbarie y el sadismo. Cuando los adultos se desvinculan de toda empatía, de todo instinto protector, de todo sentido del honor, nuestros hijos se ven privados de la esperanza de que en el mundo adulto haya una figura auxiliadora. ¿Quiénes somos para tolerar que a los diez, doce o trece niños se suiciden por falta de un atisbo de esperanza y un momento de respiro?
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La cuestión del acoso escolar tal y como se manifiesta hoy en día va mucho más allá de la cuestión de las redes sociales o la falta de recursos. Cierto es que, una vez de vuelta en casa, el niño chivo expiatorio tuvo un respiro hasta la mañana siguiente, mientras los efectos de la manada se desatan de forma anónima y con total impunidad, junto a los padres sentados en el salón, que no ignoran que su hijo o hija está participando en un linchamiento que no es en modo alguno virtual. Ciertamente, las pantallas y las redes sociales constituyen un problema de salud pública y son un flagelo para la salud física y mental, así como para el cuerpo social. Pero aquí, los múltiples insultos, humillaciones y golpes sufridos por este adolescente como por otros se produjeron bajo la mirada de adultos pasivos. El acoso revela, pues, hoy no que la naturaleza humana está cambiando, porque no es así, sino que los marcos y prohibiciones ya no se llevan, encarnados en adultos que pretenden ser figuras identificatorias con poco casi ejemplares frente a los menores a su cargo. . Por el contrario, parecería que las reglas y prohibiciones impuestas son susceptibles de despertar en ellos más agresividad que las habilidades sociales de adaptación y manejo de la impulsividad.
Esto revela por parte de los acosadores que el fracaso es evidente en su educación: la instauración del superyó, el respeto por los demás, la noción de alter ego que impone retener una posible rabia, la diferencia entre realidad e imaginario n no han sido implementado. No hay diferencia para ellos entre «jugar a pelear» y «golpear». No hay pros ni contras, como explica Maurice Berger. La mínima empatía innata del bebé no se ha convertido en una habilidad social para distinguir el bien del mal y para identificarse con el otro. Está pues en juego la cuestión de la educación de los padres, aunque prefiramos decirnos que es un problema de pantallas o de entorno social. Somos ante todo los padres, los que educamos para evitar la posibilidad de turbas, linchamientos, chivos expiatorios, los que enseñamos a los niños a discernir, pero también a ser conscientes de que pueden suscitar celos y rechazo cuando son atípicos, muy bella, muy dotada, vulnerable, enferma, en fin, diferente de una forma u otra.
El sentimentalismo no tiene cabida en la educación, decía Winnicott, porque el padre enseña al niño a controlar sus celos, su ira, sus impulsos. Si el adulto mismo es un adolescente que no puede tolerar la frustración, será difícil. Si el juego y la imaginación están ausentes «por falta de tiempo» y sólo cuenta la acción concreta, el adolescente se encontrará sin recursos ante las emergencias instintivas. Y la ley de la selva se reafirmará, con episodios recurrentes de barbarie cometidos por menores como es el caso, cada vez más a menudo, cada vez más violento, la crueldad inherente a la naturaleza humana parece multiplicarse por diez en una sociedad que se desmorona. Estos niños también fueron abandonados, en el sentido de que no recibieron los límites y prohibiciones que necesitaban para convertirse en seres sociables. No educar, no castigar, es entregar al niño, como decía Philippe Jamet, a una libertad que no tiene sentido, a una ilusión de omnipotencia que lo llevará a lo peor.
Enfrente, adultos que parecen haberse disociado ellos mismos de cualquier empatía, de cualquier reflejo protector básico. Pap Ndiaye ha anunciado más formas de combatir el acoso escolar. ¿Qué tiene que ver esto con el carácter, la personalidad de los adultos que lo dejaron pasar y no ayudaron a esta jovencita? ¿Alguna vez el dinero te ha hecho menos cobarde? El medio es la estructura de la personalidad de quienes supervisan e instruyen, es el contenido de los programas, es la calidad del vínculo intergeneracional, es el ejemplo. Aquí no hay cámaras de vigilancia ni guardias de seguridad. El medio es no ignorar sistemáticamente la palabra del padre de la víctima que está pidiendo ayuda a gritos. El camino es que si los padres han fallado, entonces las reglas del establecimiento y luego la justicia hacen su trabajo.
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Más bien deberíamos mirar la caída en el nivel de educación. Sabemos que la violencia aumenta a medida que disminuye la capacidad intelectual. Cuando un joven tiene un rico acervo léxico, que lee, desarrolla su imaginación y su razonamiento, en particular gracias a los ensayos y disertaciones, todas estas son herramientas a su disposición para desarrollar su destructividad. Se llama intelectualización y es un mecanismo de defensa eficaz. La misión de la escuela es proteger e instruir. Y para ello asegurar la madurez de los adultos que trabajan en ella. Las causas fundamentales de la violencia juvenil también se encuentran en una desespiritualización total de la sociedad. ¿Cómo en un modelo donde la antropología define al hombre como un consumidor que paga impuestos, podría uno encontrar entusiasmo por la conexión? ¿Dónde ha quedado la sana emulación en un sistema que valora el hacer, el actuar, lo material, en detrimento del sentir, pensar, imaginar, crear?
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El acoso actual es síntoma de una sociedad marcada por el colapso psíquico del hombre contemporáneo, individuo “colador”, que ya no metaboliza la realidad gracias a ricos recursos imaginarios, afectivos y culturales y que, por tanto, se ve fácilmente abrumado por la urgente necesidad de “ tomar acción». A ellos les debemos protección, educación y esperanza y esto sólo llegará a través de nuestra propia madurez y nuestra propia ejemplaridad, es decir, a través de nuestra propia capacidad de gestionar la frustración y usar lo prohibido como punto de apoyo para crear, lejos de la bestialidad que consiste en disfrutar haciendo daño, en sentirse fuerte destruyendo. La esperanza consiste en creer en algo más poderoso que uno mismo, para escapar del vértigo deletéreo de la omnipotencia. Es esta espiritualidad, este sentido de lo sagrado lo que debemos redescubrir, lejos de los tabúes y los mandatos infantilizantes que obstruyen el horizonte del pensamiento.