François-Xavier Millet, profesor asociado de derecho público, es profesor de la Universidad de las Antillas.
La Constitución de la Quinta República ha sobrevivido tres veces a la convivencia en el seno del ejecutivo, entre un Presidente de la República y un gobierno de distinto color político. Desde 2022, a falta de mayoría en la Asamblea Nacional, Francia ha tenido que afrontar un nuevo tipo de convivencia entre el poder ejecutivo, por un lado (presidente y gobierno), y el poder legislativo (Parlamento), por otro.
Hasta entonces, el ejecutivo parecía actuar como si esta ausencia de mayoría no cambiara en modo alguno la práctica de las instituciones. Incluso parecía haberse adaptado a esta situación mediante el uso inmoderado de los instrumentos previstos por la Constitución para limitar al Parlamento, en particular el famoso artículo 49, apartado 3, que permitía en particular la adopción sin votación de la reforma de las pensiones. Este uso fue acompañado luego por la clásica denuncia por parte de los parlamentarios de la brutalidad del Gobierno y del desprecio que éste mostraba hacia la representación nacional.
Sin embargo, desde el 19 de diciembre de 2023, ya no parece posible que el ejecutivo actúe como si hubiera tenido mayoría en la Asamblea durante los últimos dieciocho meses, como si el Parlamento fuera siempre ante todo un registro de cámara, como si la Constitución de la Quinta República no había cambiado en consecuencia.
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El 19 de diciembre de 2023 los parlamentarios tomaron el poder. Han ocupado el terreno baldío de un gobierno que, al carecer de mayoría, los representa sólo parcialmente. En pocos días, el proyecto de ley de inmigración del gobierno no sólo se convirtió en el texto del Parlamento, con una importante influencia del Senado, sino que se convirtió en un texto de compromiso, tras el rápido trabajo de la comisión de paridad mixta, entre la “mayoría” presidencial (o más bien una parte de él), Los Republicanos y, de facto, la Agrupación Nacional.
Si dejamos de lado el retorno de la división derecha/izquierda que la aprobación de este texto ha puesto de relieve, el Parlamento ha dado un verdadero golpe de estado en una Quinta República que siempre se ha inclinado hacia el ejecutivo. La adopción de este texto de compromiso con un contenido tan controvertido –que sin duda será significativamente diluido por el Consejo Constitucional– es una prueba de la revalorización de un Parlamento que muchos pedían. Por tanto, es paradójico que, más allá de este contenido, los parlamentarios más dispuestos a defender una Sexta República en la que el Parlamento tendría prerrogativas más amplias sobre el ejecutivo no se hayan alegrado de tal revitalización de la democracia representativa.
Mediante este golpe, el Parlamento estableció una cohabitación sin precedentes entre el ejecutivo y él mismo. Esta convivencia no evoca tanto el sistema asambleario –caracterizado sobre todo por el vals de los gobiernos– como el sistema presidencial estadounidense, donde el Congreso es regularmente de un color político diferente al del ejecutivo.
¿Puede la Constitución del Quinto dar cabida de manera sostenible a esa cohabitación en la que el Parlamento se encuentra en primera línea a la hora de elaborar la ley? Todo lleva a la duda. En primer lugar, el Parlamento obviamente necesita al gobierno como fuerza de impulso político pero también para la ejecución de las leyes. El primero no tiene la misma experiencia técnica y jurídica que el segundo y la calidad de la ley podría verse afectada por tal situación. Entonces el Parlamento no es un bloque. La coalición parlamentaria de ayer no es necesariamente la coalición parlamentaria del mañana. Esta nueva convivencia está, por tanto, llamada a ser una convivencia con eclipses pero también con una geometría variable gracias a las circunstancias y a las inversiones de alianzas según las cuestiones planteadas por tal o cual texto. Finalmente, la Constitución de la Quinta estableció un régimen político ciertamente favorable al ejecutivo pero cuya naturaleza es profundamente parlamentaria y no presidencial (en el sentido del sistema presidencial estadounidense). En pos de la eficacia y la estabilidad garantizadas sobre todo por la existencia del hecho mayoritario, la Quinta no fue pensada en el contexto de una Asamblea Nacional donde la mayoría sólo surgiría difícilmente en las urnas.
Este nuevo tipo de convivencia no parece sostenible para garantizar el funcionamiento regular de los poderes públicos; la única solución sería volver a una convivencia que vuelva a conectarse con los cánones del parlamentarismo, una convivencia entre el presidente y el gobierno en la que este último basaría su autoridad. del Parlamento y podía confiar plenamente en él.
Esta cohabitación requiere necesariamente un gobierno de coalición como se practica en la gran mayoría de los Estados europeos, incluso entre partidos políticos muy diferentes, y que reflejaría los equilibrios políticos de la Asamblea Nacional. Esta cohabitación también supone que una cultura de compromiso impregna el Parlamento y la relación entre éste y el gobierno. Esto exige, en primer lugar, rechazar esta idea tan absolutista y, en última instancia, autoritaria, según la cual un compromiso es necesariamente un compromiso. Esto requiere entonces renunciar al culto al líder, a la verticalidad del poder, a la primacía del gobierno sobre el Parlamento, pero también a intereses boutique y segundas intenciones políticas.
Como en toda convivencia, el Presidente de la República sufriría una diminutio capitis. Aunque mantendría sus numerosas prerrogativas institucionales específicas, como la iniciativa del referéndum, el derecho de disolución o incluso la dirección de la política exterior, no definiría el programa gubernamental y legislativo. Sería, sobre todo, árbitro y guardián de la Constitución, tal como prevé el artículo 5. A menos que ponga en juego su propio mandato (o disuelva la Asamblea Nacional, lo que hasta la fecha no parece una opción políticamente viable), el El actual presidente parece inevitablemente tener que decidirse a ser un presidente de convivencia. Quizás ya se haya adaptado inconscientemente a este papel clave a nivel institucional pero, sin embargo, limitado a nivel político. Su remisión al Consejo Constitucional así lo sugiere.
Respaldada por una mayoría parlamentaria construida y antinatural, esa cohabitación sería sin duda mucho más exigente que las que ha conocido Francia. Requiere una visión elevada, una concepción elevada del interés general. En resumen, requiere que nos reconectemos con la virtud en la política. Sin embargo, no nos engañemos. Si bien la Constitución de la Quinta República es lo suficientemente flexible como para permitir esa cohabitación, el espíritu francés es probablemente el principal obstáculo para esta configuración institucional, por muy deseable que sea hoy.