Gilles-William Goldnadel es abogado y ensayista. Cada semana descifra las noticias para FigaroVox. Acaba de publicar War Journal. Es Occidente el que está siendo asesinado (Fayard).

Nací en Rouen y crecí entre la Place du Vieux Marché, donde quemaron a Juana de Arco, y la Rue des Bons-Enfants, a unos cientos de metros, donde empezó a quemarse el templo israelita.

Los villanos de mi imaginación infantil se llamaban Cauchon y Eichmann. La única sinagoga del cronista incrédulo que firma es precisamente esta sinagoga de los Niños Buenos. Fui allí, usando la calle judía, para cada Gran Perdón e hice allí mi comunión. Conozco cada rincón de su arquitectura barroca.

En el muro de entrada, en el pequeño patio, encontramos los nombres de las víctimas del Holocausto. Incluye el de Régine Goldnadel, hermana de mi padre Henri, que murió en Auschwitz. Por tanto, entenderemos que el viernes por la mañana, cuando supe que mi sinagoga se había incendiado, lo vi, una vez más, como un mal presagio. Tan judía y tan francesa.

Leí el sábado en Le Figaro que las “investigaciones tienen como objetivo aclarar las motivaciones” del pirómano neutralizado, un argelino objetivo de una OQTF, que se abalanzó con un cuchillo hacia un agente de policía. El funcionario judicial no necesita exagerar su imaginación para describir esta motivación en once palabras: odio a los franceses en general y a los judíos en particular.

Mentiría a mi lector si le dijera que al enterarme temprano en la mañana de que mi sinagoga se había quemado, y aún sin conocer la identidad del responsable, podía imaginar que podría ser un supremacista de extrema derecha. secta satánica. Ya sabía quién era. Sabía que había estado inmerso en el mismo caldo de cultura del odio que Kouachi y Coulibaly. Que Merah y Fofana. Que los asesinos de Sarah e Ilan Halimi y Mireille Knoll. Lo conozco bien. Lo veo a menudo en el Palacio de Justicia. Sé que bendijo el cielo el 7 de octubre. Y también sé a quién escucha. Conozco sermones religiosos y conozco aquellos sin Dios.

Le enseñaron que el judío era omnipotente. Que tenía tanto la prensa como el dinero. Que había que matarlo si se escondía detrás de una roca. Pero también le dijeron que Israel era nazi. O más bien que si la Shoah no existió, en cambio hubo un verdadero genocidio que vengar en Gaza.

También le dijeron que todos los franceses de antigua extracción eran tan racistas y colonialistas como los hijos de Sión. La prueba: Francia, su deudor, criminal de la humanidad –como Israel– que colonizó cruelmente Argelia, su país, ni siquiera lo quiere. Le dijeron que no tiene sentido querer trabajar, los franceses xenófobos no quieren darle una oportunidad. Le dijeron que entre todos los franceses, el policía racista era el peor. La prueba: había asesinado a su hermano Traoré. Este es el caldo de ignorancia salobre que bañó a mi pirómano.

A pocos kilómetros de la sinagoga todavía humeante se encuentra la iglesia de Saint-Etienne-du-Rouvray. Aquí es donde le cortaron el cuello al padre Hamel. Otro martirio con el mismo cuchillo. Culpables de ser parte de la vieja religión de los viejos franceses que no quieren morir sumergidos. Nadie me impedirá escribir que el padre Hamel habría seguido vivo si el hombre que lo asesinó hubiera permanecido en prisión en lugar de llevar, contra el consejo de la fiscalía, una mísera pulsera electrónica.

Asimismo, y contrariamente a lo que he leído y oído, la OQTF dirigida contra el pirómano de Rouen era ejecutable. Aun así, Argelia, que desconfía pero no parece preocupada por la conducta de algunos de sus nacionales –entre ellos estos últimos– tenía que haber aceptado recuperarlo.

En este océano de debilidad, una gota de firmeza: la del Ministro del Interior felicitando al policía que incapacitó a su agresor y prometiéndole una condecoración. Hasta hace poco, esta legítima defensa se habría recibido, en el mejor de los casos, en un incómodo silencio. El judío incrédulo de Rouen habrá hecho suyo al menos hace mucho tiempo este principio del Talmud: “Quien se compadece de los malvados ofende a los justos”.

Nadie me impedirá tampoco escribir que no muy lejos de Rouen se encuentra Incarville, donde fueron masacrados dos guardias de prisión franceses que transportaban a Mohamed Amra. Y si me atreviera, recorrería algunos miles de kilómetros en línea recta para sobrevolar Numea y allí nuevamente a las víctimas del racismo antiblanco sobre el que por fin empezamos a escribir sin temblar.

Desgraciadamente, los incendios siguen a las violaciones que siguen a los asesinatos de Pierre o Thomas, que siguen a los ataques, y un clavo contra un profesor persigue un clavo contra un policía en una memoria francesa que se vuelve olvidadiza. Pero quién debe permanecer digno y sobre todo en silencio.

Este viernes por la mañana me enteré de las angustiadas declaraciones de los diputados del Insoumis condenando el ardiente antisemitismo. Los miré como declaraciones de bomberos incendiarios, secuelas de discursos incendiarios. Escuché el discurso cauteloso del alcalde socialista de Rouen. Acordado. No es una mala palabra. Ninguna crítica a sus aliados de ayer.

Escribí en mi Diario de Guerra que considero moralmente responsable a la extrema izquierda sometida al islamismo por la situación que enfrentan los judíos franceses. Estos están cerca de la desesperación. Para ellos como para Francia. Se conocen, escribí, como el canario en el fondo del pozo. Pero también saben que su Francia tiene mala pinta.