La Escuela de Mecánica Naval (Esma) de Buenos Aires, declarada el martes patrimonio mundial de la Unesco, es el centro de detención y tortura más infame de la dictadura argentina (1976-1983). Este infierno transformado en lugar de la memoria se ha convertido en un testimonio conmovedor que prohíbe el olvido o la negación.
La “Esma”. Cuatro letras que todo el mundo identifica de inmediato en Argentina y que hacen referencia al período más oscuro del país, la dictadura militar que dejó tras de sí una sangrienta estela de 30.000 muertos o desaparecidos, según estimaciones de organizaciones de derechos humanos. Por este “CCD”, otra famosa sigla, abreviatura de “centro clandestino de detención”, ya que Argentina tenía cientos de ellos, de diversos tamaños y “rendimiento”, pasaron alrededor de 5.000 de ellos. Muy a menudo integrado -oculto- en una base, un recinto militar o policial, pero también en edificios civiles, fábricas, casas…
Esma era la más “activa”, es la más conocida. Aquí torturamos, golpeamos, violamos, mantuvimos a los detenidos esposados durante muchos meses y con la cabeza cubierta con una capucha. Con la esperanza de verlos denunciar a otros “subversivos”. Nacieron reclusas jóvenes embarazadas, cuyos bebés fueron entregados a familias «amigas». Y cada semana –generalmente los miércoles– sacaban a los detenidos y les decían que serían “transferidos” a otro campo. En realidad, se trató de un lanzamiento al mar desde un avión frente a las costas del Río de La Plata, llamados los “Vuelos de la Muerte”. Los internos, anestesiados pero vivos, desaparecieron para siempre.
El horror de Esma sólo es comparable con la dulzura de su entorno, un vasto parque plantado de cipreses, cedros y fresnos, en un complejo de 16 hectáreas en Núñez, un tranquilo suburbio de Buenos Aires. Un complejo donde cada día iban y venían cientos de soldados, incluidos civiles, a un paso del «Comedor de Oficiales», un elegante pabellón en «U» de tres pisos que data de 1928, ligeramente apartado, donde diablos. Sólo quedan las habitaciones desnudas, pero no falta nada en la emoción que embarga al visitante. En la gran sala se exponen en las paredes cientos de fotografías de los difuntos, cuya juventud te mira fijamente a los ojos.
Caminando por el sótano, lugar de tortura, se encuentra la diminuta sala de “parto”, el tercer piso y el ático, llamado “Capucha” y “Capuchita”, donde estaban enclaustrados los detenidos, cada uno en un depósito con colchón. “Regresé 32 años después. Pedí a los guías del museo que me dejaran en paz en “Capuchita”, donde estuve de 1978 a 1980”, dijo a la AFP Eduardo Giardino, uno de los fugados de la Esma. “Sentí la necesidad de volver a tumbarme en el suelo, de revivir eso, pero desde otro espacio. Desde la libertad.
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Cruel también es pensar en el ambiente de Esma, una isla del terror en medio de la ciudad, donde los detenidos podían escuchar los ruidos de la calle, las bocinas, las campanas de la escuela, los clamores en el Estadio Monumental -incluso en el mitad del Mundial de 1978 -, 2 km. “Decirme “estoy aquí, pero todo sigue afuera” fue una gran lección de política…”, reflexiona Eduardo Giardino, 68 años.
Ante la Unesco, Argentina alegó el valor “universal” de Esma, lugar donde “se cometió un crimen de lesa humanidad” y “prueba indiscutible del terrorismo de Estado que infligió violencia criminal a toda la sociedad”.
Porque el olvido, al menos el borrado, amenazaba a Esma. Carlos Menem, el presidente (peronista, liberal) que en 1989-90 había decretado amnistías muy controvertidas por los crímenes cometidos durante la dictadura, quiso en 1998 demoler el “Lío” para construir “un monumento a la reconciliación y a la unidad nacional”. Una protesta y recursos legales de las Madres de Plaza de Mayo así como de los familiares de los desaparecidos se lo impidieron.
En 2004, su sucesor Néstor Kirchner (peronista, izquierda), bajo el cual acababan de derogar las amnistías, anunció la transformación de la Esma en un Museo de la Memoria. Pronto se reabrirían los procesos de la dictadura, con 1.159 condenados hasta la fecha y 366 procesos aún en curso. Cada año unas 150.000 personas visitan el museo, entre escolares, argentinos y turistas. Una vez al mes, durante la visita guiada interviene un ex recluso, un testigo tranquilo y preciso, sin enojo.
Entre el público aguantamos la respiración. «Haber sobrevivido a Esma es tener suerte y dar testimonio es fundamental», afirmó Ricardo Coquet, de 70 años, un ex recluso que subraya a la AFP la importancia del registro patrimonial. Porque “el edificio es también un testigo, que habla. Pasar por esto duele, pero también cura porque imposibilita distorsionar la historia”.
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La decisión de la Unesco «pone la piel de gallina, por la historia del país, de cada familia», se conmovió el martes a la AFP Paloma Martínez, una estudiante de 21 años que estaba de visita en la Esma. “Es parte de nuestra identidad. Soy lo que soy por lo que me enseñaron mis padres, mi abuela, por la historia”.