François-Henri Briard es abogado del Consejo de Estado y oficial de reserva.

La historia de las naciones humanas es una larga serie de conspiraciones, asesinatos y ataques contra la persona de los líderes: reyes, condestables, emperadores, presidentes, nadie ha escapado al ciclo de agresiones verbales, escritas o físicas, cualesquiera que sean los continentes y las épocas. Recientemente se han desarrollado manifestaciones de violencia contra la persona de Emmanuel Macron, de una intensidad nunca vista en la historia republicana de Francia. Y la reciente condena (de seis meses en firme) pronunciada por el tribunal penal de Le Mans contra un individuo que había pedido que se descuartizara al Presidente de la República y a su esposa y había proferido diversas amenazas de muerte, ha dado este concepto de delito al jefe de la afirman una nueva noticia, acrecentada por el poder de las redes sociales y los medios de comunicación contemporáneos.

Los defensores de una determinada idea de revolución ciudadana argumentarán que el Presidente de la República es un ciudadano como cualquier otro, susceptible de ser objeto de todos los ataques, al menos verbales o escritos.

Sin embargo, tres consideraciones deberían llevar a los franceses, a todos los franceses, a redescubrir un sentido de moderación y de respeto absoluto tanto hacia la persona como hacia el cargo presidencial.

Conocemos los estribillos de los turistas de la libertad de expresión: el crimen de lesa majestad hace tiempo que desapareció en el basurero de la historia, la jurisprudencia en materia de derechos humanos lo autoriza todo y ya no existe ningún freno criminal a la violencia desenfrenada, puesto que se presume justificada por una cierta idea de libertad política. Nada es más inexacto. Ciertamente, la ley del 5 de agosto de 2013 hizo desaparecer el antiguo delito de insultar al Jefe de Estado; pero el insulto y la difamación siguen siendo punibles penalmente, del mismo modo que lo son el insulto a una persona que ostenta una autoridad pública y la provocación a cometer un delito. La primacía del Estado de derecho y la preservación de la dignidad de las personas, principios perfectamente acordes con los compromisos internacionales de Francia, son los pilares esenciales de una sociedad libre y responsable; En este sentido, las manifestaciones de violencia y odio hacia el Presidente de la República exigen ya una condena sin reservas.

Al Jefe del Estado no sólo le corresponde velar por el respeto de la Constitución, el regular funcionamiento de los poderes públicos, la conducción de los ejércitos y la continuidad del Estado, atribuciones y responsabilidades supremas que requieren la mayor consideración. Es también, y quizás ante todo, la personificación de la nación francesa y el primero de los franceses. A nadie se le ocurriría hoy afirmar que su persona es sagrada en el sentido en que la entendía la monarquía por derecho divino; Sin embargo, si hay una función republicana que manifiesta una forma de sacralidad moderna, es la de Presidente de la República. Algunos historiadores y políticos han querido explicar recientemente que la violencia contra el jefe de Estado proviene de una especie de resurgimiento contemporáneo y en última instancia beneficioso de la soberanía popular, tal como fue afirmada en 1789. Pero precisamente, la sangrienta y laboriosa marcha de los franceses hacia La estabilidad institucional y la moderación de las expresiones políticas exigen combatir enérgicamente esta tendencia regicida, tan primaria como destructiva. El alma de Francia es también civilización, concordia y paz civil. Elegido por sufragio universal directo por cinco años, el Presidente de la República deriva su legitimidad de la voluntad popular. También en este sentido, y más allá del derecho penal, la persona y la función exigen, del pueblo soberano, respeto durante toda la duración del mandato.

Si ser nación significa, como escribió Jean Touchard, querer vivir juntos, si Francia quiere continuar su camino para salir de la guerra civil, perseguir su destino universal y asegurar su influencia global a través de una imagen creíble, es urgente luchar contra todas las formas de División, odio y violencia. Esta exigencia comienza para todos con su prójimo, en la vida cotidiana, sea quien sea, pero también con quien es símbolo de la unidad nacional, el Presidente de la República. Las instituciones de la Quinta República están hechas así: el titular del cargo presidencial recapitula todo lo que Francia es, ha sido y será; es, en palabras de Michel Debré, “la piedra angular” no sólo de las instituciones sino también de un pueblo tan brillante como impetuoso, tan inventivo como destructivo, tan unido en la prueba como dividido en ideas.

Tengamos cuidado de no alterar la piedra angular, de lo contrario todo el edificio correrá el riesgo de derrumbarse.

Respetemos, pues, a nuestro Presidente de la República; nuestro país sólo será más grande y más hermoso; el debate público será aún más digno y nuestra vida política será aún más civilizada.