El modelaje no es una profesión fácil. Anoche, en casa de Giambattista Valli, en una habitación del Pavillon Vendôme adornada con gruesas cortinas color crema, frágiles enredaderas de piernas largas se esfuerzan por caminar con elegancia bajo kilos de tul, organza de seda, raso, tafetán, de “jacquard de lentejuelas”, burbujas, cortinas y otras “lluvias de cristal”, según la descripción de las 39 siluetas de esta alta costura primavera-verano 2024. Lazos gigantes”, abrigos enteramente bordados con plumas y capas de superhéroes XXL.

Todo ello con, en el pelo, ramos de rosas (reales) sujetas por una cinta de terciopelo y, en ocasiones, largas plumas a modo de delineador de ojos. La novia, con su vestido “Davika”, de cola kilométrica y volantes en cascada de tul bordados con guirnaldas de microlentejuelas, parece estar “luchando contra los elementos”, dice nuestra vecina. A menudo hemos escrito en estas columnas que, a diferencia del prêt-à-porter y su implacable realismo destinado a seducir al mayor número, la alta costura es una fantasía, una extravagancia de diseñador destinada a un puñado de mujeres con una vida excepcional. Los fieles de Giamba ya se ven en estas creaciones “más grandes que la vida”, como dirían los anglosajones.