Samuel Mayol es profesor de la Universidad Sorbona París Norte y ex director del IUT de Saint Denis. Recibió el Premio Nacional de Laicidad en 2015 y es autor del ensayo: Laicidad, la República hasta el final (2023, ediciones L’Harmattan).

La polémica en torno a la decisión de acoger o no a Jean Luc Mélenchon, en el marco de un encuentro político en una universidad francesa, plantea una cuestión fundamental: ¿deberíamos confundir la plataforma de una reunión con la plataforma de una sala de conferencias? Desde su creación en el siglo XII, la universidad francesa encarna la quintaesencia del conocimiento y la ciencia. Esto lo convierte en un bastión intocable. Su neutralidad no es simplemente una formalidad, sino una condición sine qua non para su sagrada misión. En el fondo, la verdad no es una simple aspiración, sino un imperativo categórico, una luz inextinguible que buscamos a través de los laberintos del conocimiento humano. Es un templo donde investigadores, estudiantes y pensadores pueden beber de la fuente del conocimiento sin verse obstaculizados por los caprichos de ideologías partidistas o luchas políticas.

Este espacio es el lugar donde nos involucramos en una búsqueda incansable de la verdad, donde cada descubrimiento es una piedra angular agregada al edificio del conocimiento humano. La libre expresión de las ideas reina de manera suprema, proporcionando un terreno fértil donde los pensamientos más atrevidos y controvertidos pueden germinar y prosperar. Proteger esta neutralidad significa preservar la integridad de la investigación, garantizar la calidad de la enseñanza y asegurar la sostenibilidad de la búsqueda del conocimiento. Es mantener un espacio donde la razón prevalezca sobre la emoción, donde la lógica trascienda las pasiones, donde la verdad ilumine las mentes sin ser oscurecida por los intereses políticos.

La riqueza de la universidad reside, sin embargo, en su capacidad de acoger una diversidad de opiniones y perspectivas. Es en este crisol intelectual donde nacen debates fructíferos, florecen ideas innovadoras y se forjan avances intelectuales. Sin embargo, esta diversidad no debe ser desviada de su vocación primaria de transformarse en caldo de cultivo para el activismo político o ideológico. La universidad es el bastión del pensamiento crítico, un lugar donde el análisis racional y la investigación imparcial se elevan a valores supremos. Su función es promover un espíritu de apertura y curiosidad intelectual, no servir de plataforma para políticos que buscan visibilidad.

Cuando la universidad se convierte en escenario de luchas políticas, traiciona su misión fundamental y compromete su integridad académica. Los estudiantes e investigadores deben tener libertad para perseguir su búsqueda de conocimiento sin ser atacados por influencias partidistas o presiones ideológicas. Proteger la universidad contra la intrusión del activismo político significa preservar su independencia intelectual y garantizar la libre circulación de ideas. Significa mantener un entorno donde la razón prevalece sobre la pasión, donde la verdad guía las mentes y donde la búsqueda del conocimiento sigue siendo la única fuerza impulsora de la actividad académica.

Introducir la política en los entornos universitarios corre el riesgo de distraer la atención de su misión principal: la educación y la investigación. Se debe alentar a los estudiantes a que formen sus propias opiniones basándose en hechos y datos verificables, y no dejarse influenciar por la retórica partidista. Por lo tanto, a ningún político se le debería permitir celebrar una reunión allí. La presencia de Jean-Luc Mélenchon en Sciences Po no tiene por qué existir. Es fundamental preservar escrupulosamente la independencia y autonomía de la universidad como institución académica fundamental. La creciente politización del espacio académico amenaza seriamente su credibilidad y reputación como guardián del conocimiento y la verdad.

La universidad debe seguir siendo un bastión de neutralidad, porque es precisamente como tal que cumple plenamente su misión. Como lugar donde se anima a los investigadores y estudiantes a explorar libremente ideas, cuestionar las convenciones establecidas y contribuir al avance de la sociedad, la universidad no puede permitirse el lujo de verse arrastrada a la agitación de la política o la ideología partidista. La neutralidad de la universidad es mucho más que un simple principio de conducta; es la garantía de su integridad intelectual y de su imparcialidad. Es esta neutralidad la que permite a la universidad cumplir su misión principal: servir como un foro para el debate intelectual, donde todas las ideas puedan discutirse de manera abierta e informada, sin temor a la censura o la represión.

Al comprometer esta neutralidad, la politización de la universidad pone en peligro su papel crucial en la sociedad como agente de progreso intelectual y social. Por eso es imperativo defender firmemente la independencia y autonomía de la universidad, para que pueda seguir cumpliendo su misión con integridad y excelencia. Preservar la neutralidad de la universidad significa convertirla en el templo del conocimiento y no del activismo.