Delphine Meunier es profesora de literatura en clases de preparación literaria.

Una de las medidas tomadas por el meteórico Ministro de Educación Nacional, Gabriel Attal, es la creación de cursos de empatía, presentados como uno de los elementos que permiten luchar contra el acoso escolar.

Estas situaciones dramáticas, cuyo alcance hoy se conoce y pone de relieve, son sin duda uno de los muchos retos que debe afrontar la institución educativa. Mi propósito aquí no es cuestionar los beneficios de la educación en empatía ni discutir los detalles del “kit educativo para sesiones de empatía” escrito para los primeros ciclos (guardería y escuela primaria). Simplemente me gustaría señalar que hay una disciplina, en el corazón de la educación, desde la escuela primaria hasta el final del bachillerato, que tiene una relación específica con la empatía: la literatura.

A las diferentes vías propuestas por el “kit”, sumamos un tema ya bien conocido por los estudiantes, del que quizás no enfatizamos lo suficiente cómo ya funciona para desarrollar habilidades –virtudes o cualidades, más bien diría, intentado escribir–. definido por el ministerio. No se trata de decir que la literatura es suficiente, o podría sustituir cierta formación, que puede haberse hecho necesaria, sino de recordar cómo la literatura es, fundamentalmente, un formidable instrumento de apertura a la alteridad y hace experimentar todo tipo de emociones.

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En efecto, el kit educativo define, entre otros objetivos, el conocimiento y la comprensión de las emociones, y la capacidad de implementar una comunicación empática, entre una persona escuchada y una persona que escucha. En ambos puntos, me parece que la literatura y la forma en que la estudiamos en el sistema escolar francés desempeñan un papel fundamental.

El primer punto que conviene recordar es la riqueza léxica que nos ofrece la literatura: al multiplicar términos, obliga al lector a ser preciso. ¿Es miedo o preocupación? ¿asombro o admiración? ¿arrepentimiento o nostalgia? ¿Cómo los reconocemos y distinguimos? La literatura nunca deja de examinar al hombre, su comportamiento y sus afectos, hasta lo menos admisible. Poner nombre a la emoción que sentimos es un paso crucial, porque significa ya reconocerla y así salir de una inmersión emocional que, por falta de palabras, con demasiada frecuencia deriva hacia la violencia. No contenta con nombrarla, la literatura describe y explora la emoción, sacándola de la confusión, del mundo de lo que no tiene nombre y por tanto se nos escapa. “Eneas flota sobre las olas de un mar de preocupaciones y divide su mente rápida: inclinándose hacia un lado y hacia otro, lo atrae hacia lados opuestos, se retuerce entre todas las opciones posibles; así, en una palangana de bronce, el resplandor tembloroso del agua reflejada por el sol o por la imagen radiante de la luna, revolotea sin posarse por toda la habitación, y ahora se eleva en el aire y golpea los paneles del techo”. ¿Cómo describir mejor que Virgilio la ansiedad que se apodera de nuestra mente por la noche, el movimiento incesante de nuestros pensamientos en vísperas de una decisión?

Más aún, la literatura es apertura al otro: no se trata simplemente del cambio de escenario que proporciona una época lejana o un país más o menos exótico, sino más bien de la conciencia radical de que algo o alguien «diferente a mí» existe. La filósofa y novelista inglesa Iris Murdoch, profesora de Oxford, lo expresó bellamente: “El gran arte es liberador: nos permite ver y aprender lo que no somos nosotros mismos. La literatura estimula y satisface nuestra curiosidad; nos hace interesarnos por otras personas y otros escenarios, y nos ayuda a ser tolerantes y generosos”. (“Literatura y Filosofía. Una entrevista con Bryan Maggee”, L’Attention romanesque. Escritos sobre filosofía y literatura)

Al leer tengo la experiencia íntima de una vida distinta a la mía, desde un punto de vista distinto al mío: el mundo se expande. Durante el tiempo de lectura, suspendo mi propia personalidad e interfiero en la del asesino Raskolnikov, la alcohólica Gervaise, la inflexible princesa de Clèves, el frágil presidente de Tourvel… Sin correr ningún peligro, pero sin salir ileso, la literatura Nos sumerge en situaciones y emociones complejas, problemáticas y a veces indecidibles. Tomo conciencia de que existen otros entornos, personalidades distintas a la mía –y la literatura me permite acercarme a ellos, a través de un juego temporal de identificación o compañerismo. Este valor añadido de la literatura se ha puesto especialmente de relieve en los últimos años, como recuerda, entre otros, Alexandre Gefen en Réparer le monde. La literatura francesa de cara al siglo XXI. Y es este poder de la literatura el que han sido perfectamente comprendidos y explotados por los testimonios más conmovedores de los horrores del siglo XX: pienso en La escritura o la vida de Jorge Semprún, o en Murambi, el Libro de los huesos de Boubacar Boris. Diop, entre muchos otros.

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Finalmente, creo que los propios ejercicios que ofrecemos a los estudiantes, por muy académicos y artificiales que a veces parezcan, contribuyen precisamente a desarrollar la empatía, la atención al otro y el respeto por lo que no soy yo. En el comentario del texto aprendemos a escudriñar los signos de una subjetividad diferente: ¿cómo evoca Hugo al pueblo? ¿Es igual que el de Zola? Con la disertación aprendemos a escuchar la opinión de otro: ¿por qué este crítico o este autor plantea esta tesis? ¿Qué le lleva a defender esta posición? ¿Cuál es el beneficio si acepto su idea? Sólo después de este esfuerzo intelectual podré expresar legítimamente un desacuerdo.

Siempre hay, en un texto, una persona escuchada y una persona que escucha: aprender a leer es aprender a escuchar a alguien que no es uno mismo. La literatura es siempre un diálogo, lo que nos hace capaces de dejarnos conmover por los demás: en esto es, fundamentalmente, maestra de la empatía.